Grifaldo Toledo, Jorge

viernes, 24 de abril de 2015

Poema de viernes (a través de Mª Pilar Couceiro)

Como no podía ser menos, si el viernes pasado disfrutamos de la poesía de Eduardo Galeano, este viernes Piluka homenajea al otro gigante que nos dejaba... Günter Grass



El mismo día que el poeta del viernes pasado, fallecía
este alemán, objeto de controversias en su trayectoria
personal, pero una de las mejores plumas germánicas
del siglo XX. Este poema es de 2012, escrito cuando
Grecia se hundía en el mercado europeo. Frente a la
catástrofe, el mensaje sería:"Al menos la morada de
los dioses no está en venta", lo que permite una leve
luz en la distancia. Entre muchos otros, recibió el
Premio Nobel y el Príncipe de Asturias.




Aunque próxima al Caos, por enfadar al mercado,
lejos estás de la tierra que fue tu cuna.
Lo que con el alma buscaste y creíste encontrar
hoy lo desechas, estimado peor que chatarra.
Desnuda en la picota del deudor,
sufre una nación a la que dar las gracias
era antes lo más natural.
País condenado a ser pobre, cuya riqueza
cuida pulcros museos: botín por ti vigilado.
Los que invadieron con armas
esa tierra bendita de islas llevaban,
con su uniforme, a Hölderlin en la mochila.
País tolerado ya apenas, a cuyos coroneles
sostuviste un día en calidad de aliados.
País sin ley al que el poder,
que siempre tiene razón,
aprieta el cinturón más y más.
Desafiándote, viste de negro Antígona,

y el país, el pueblo cuyo huésped eras, hoy lleva luto
Pero, fuera de esa patria,
el cortejo de parientes de Creso
acumuló en tus cámaras cuanto oro brillaba.
"¡Bebe de una vez, bebe!" - grita la clac de los comisarios,
pero Sócrates te devuelve airado su copa rebosante.
Maldecirán los dioses a coro lo que te pertenece,
pero sin tu permiso nadie podrá confiscar el Olimpo.
Sin ese país privada del espíritu que un día te concibió,
te marchitarás, Europa.


Günter Grass (Danzig, 1927-Lübeck, 2015), La vergüenza de Europa




Dem Chaos nah, weil dem Markt nicht gerecht,
bist fern Du dem Land, das die Wiege Dir lieh.
Was mit der Seele gesucht, gefunden Dir galt,
wird abgetan nun, unter Schrottwert taxiert.
Als Schuldner nackt an den Pranger gestellt, leidet ein Land,
dem Dank zu schulden Dir Redensart war.
Zur Armut verurteiltes Land, dessen Reichtum
gepflegt Museen schmückt: von Dir gehütete Beute.
Die mit der Waffen Gewalt das inselgesegnete Land
heimgesucht, trugen zur Uniform Hölderlin im Tornister.
Kaum noch geduldetes Land, dessen Obristen von Dir
einst als Bündnispartner geduldet wurden.
Rechtloses Land, dem der Rechthaber Macht
den Gürtel enger und enger schnallt.
Dir trotzend trägt Antigone Schwarz und landesweit
kleidet Trauer das Volk, dessen Gast Du gewesen.
Außer Landes jedoch hat dem Krösus verwandtes Gefolge
alles, was gülden glänzt gehortet in Deinen Tresoren.
Sauf endlich, sauf! schreien der Kommissare Claqueure,
doch zornig gibt Sokrates Dir den Becher randvoll zurück.
Verfluchen im Chor, was eigen Dir ist, werden die Götter,
deren Olymp zu enteignen Dein Wille verlangt.
Geistlos verkümmern wirst Du ohne das Land,
dessen Geist Dich, Europa, erdachte.


Günter Grass (Danzig, 1927-Lübeck, 2015), Europas Schande



Últimos Poemas de Viernes publicados:

jueves, 23 de abril de 2015

RAPSODIA BAJO EL HUMO AZUL

Quiero celebrar este Día del Libro 2015 compartiendo el poema con el que contribuí al anuario que la Tertulia Holmesiana de Madrid publicamos el año pasado, donde compartí espacio con impresionantes ensayos y relatos dedicados a la figura de Holmes.






Rapsodia bajo el humo azul







Especial "125 Aniversario de Sherlock Holmes" de El Mundo.
Las notas del violín siguen aún en la habitación.

Se niegan a marcharse,
enredando sus zarcillos en las volutas
de humo que escapan de la pipa.

...una voz de contralto en la noche...

Siguen ahí, insidiosas,
buscando el acoso y derribo
del hombre sentado en la butaca.

...ecos de una carta de mujer...

El humo azul se retuerce
luchando por expulsar los recuerdos
que perturban la fría lógica,

...si hubiera...

se encabrita y cabalga furioso
pisoteando las notas rebeldes,
deshaciéndolas con un grito triunfal:
-¡Watson, comienza el juego!


Publicado en A su salud, Mr. Holmes Anuario de la Tertulia Holmesiana de Madrid. 2014


viernes, 17 de abril de 2015

Poema de viernes (a través de Mª Pilar Couceiro)

Hoy dedicamos un homenaje a Eduardo Galeano con esta pequeña selección de sus poemas que Piluka tiene la deferencia de compartir con nosotros a través de su Poema de Viernes.



Eduardo Germán María Hughes Galeano (Eduardo Galeano)

acaba de dejarnos. Periodista y escritor considerado uno de los
más grandes de la literatura hispanoamericana, también hizo
sus buceos en una poesía filosófica y con rasgos históricos,
documentales y políticos, que generalmente, escribía en prosa
continua, pero también asoma a veces una vena lírica, como se
ve en esta pequeña selección de homenaje a su memoria.



Sobre una torre había una mujer,
de túnica blanca,
peinándose la cabellera,
que le llegaba a los pies.
El peine desprendía sueños,
con todos sus personajes:
los sueños salían del pelo y se iban al aire.

*****************

No consigo dormir.
Tengo una mujer atravesada entre los párpados.
Si pudiera, le diría que se vaya;
pero tengo una mujer atravesada en la garganta.

*****************

Hay quienes creen que el destino descansa
en las rodillas de los dioses,
pero la verdad es que trabaja,
como un desafío candente,
sobre las conciencias de los hombres.

*****************

Las bombas inteligentes,
que tan burras parecen,
son las que más saben.
Ellas han revelado la verdad de la invasión.
Mientras Rumsfeld decía:
“Estos son bombardeos humanitarios”,
las bombas destripaban niños
y arrasaban mercados callejeros.

*****************

Mirá pibe.
Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó,
hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo.


Eduardo Galeano (Montevideo, 1940-2015), Poemas varios



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sábado, 11 de abril de 2015

Poema de viernes (a través de Mª Pilar Couceiro)

Como una no puede estar en dos sitios a la vez, ayer me fue imposible publicar el poema que envió Piluka. Un poema de una gran mujer, de una chilena enamorada de la vida y la poesía... Disfrutad de esta pequeña joya...



Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga fue maestra,

diplomática y avanzada del feminismo, pero el mundo la conoce
por su pseudónimo y por ser la primera poetisa Premio Nobel de
América.



Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada,
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles,
hay besos enigmáticos, sinceros,
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos, por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil ensueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que, engendrando la tragedia,
¡cuantas rosas en broche han deshojado!

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena, con sus besos,
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces, en los besos palpitan
el amor, la traición y los dolores,
y en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en un rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible.
Cubrió tu faz de cárdenos sonrojos,
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde, en loco exceso,
te vi celoso imaginando agravios?
Te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y ¿qué viste después? Sangre en mis labios.

Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.



Gabriela Mistral (Vicuña -Chile- 1889-Nueva York, 1957), Besos


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domingo, 5 de abril de 2015

Luar (Luz de luna, a través de Mª Pilar Couceiro)

La pasada noche fue plenilunio, y como cada mes, Piluka nos regala un cuento para que disfrutemos esa luna llena en la compañía de la literatura...


El amante de las torturas
(publicado en La Habana Elegante, 26 de febrero de 1893)

Julián del Casal (La Habana, 1863-1893)


–¿Está el dueño? –pregunté al dependiente de la librería, que, con el rostro vuelto hacia la espalda, desde los últimos peldaños de una escalera, clavaba en mí sus pupilas asombradas.
–Tome asiento –me contestó– que ahora viene.
Mientras lo aguardaba, yo me puse a hojear, con mano distraída, las páginas de un volumen de versos, forrado de seda malva, con rótulo violeta, que descansaba encima de otros varios, hasta que un perfume sutil, mitad de iglesia, mitad de alcoba, me hizo levantar la cabeza, obligándome a tender la vista por mi alrededor.
Apenas hice un movimiento, mis ojos encontraron, frente por frente, un joven de alta estatura, vestido con extremada elegancia, que se paseaba indiferentemente por entre los estantes de libros, como un príncipe hastiado por los bazares de esclavas sin fijar su atención en ninguno de ellos. Parecía ser uno de los familiares de la casa, porque le bastaba echar una simple ojeada a los anaqueles para cerciorarse de que allí se encontraban siempre las mismas obras. Cuando veía en el suelo algún libro desconocido, se inclinaba a cogerlo, pero luego lo arrojaba con visible repugnancia, sin ocuparse del sitio en que iba a caer. Al mirar el pliegue desdeñoso de sus labios, creeríase que había abierto un fruto lleno de gusanos o que había palpado la piel viscosa de un vientre de reptil. Así anduvo algunos instantes, de un extremo a otro de la librería, dejando a su paso la estela de un perfume singular, de un perfume que parecía combinado con granos de incienso y con flores de reseda, cuando lo vi detenerse ante una pila de volúmenes amarillos, dilatar las fosas nasales, ponerse lívido de emoción, abrir sus pupilas fosforescentes y, estirando su mano, como una garra de marfil, apoderase de uno de los libros que, horizontalmente superpuestos, se escalonaban a sus pies.
Como el dueño no había regresado, vino a sentarse, con su presa en la mano, cerca de mi asiento, brindándome ocasión para observarlo mejor. A pesar de su juventud, porque representaba a lo sumo unos treinta años, había en su persona tales huellas de cansancio, de agotamiento y hasta de decrepitud, que su figura producía cierto vago malestar. Daba la impresión de un convaleciente que salía del lecho después de una larga y dolorosa enfermedad. Bastaba fijarse en las partes laterales de su cabeza, donde la calvicie abría ya surcos irregulares, en el color vidrioso de sus pupilas, donde las miradas parecían emigrar por algunos instantes, en el afilamiento de la nariz, donde la respiración se deslizaba con dificultad, en la palidez casi diáfana de su rostro, donde la piel se adhería estrechamente a los huesos, en el arco violáceo de los labios, donde el púrpura de la sangre no brillaba jamás, y en los sacudimientos nerviosos de su persona, donde se advertía el paso del dolor físico que lo obligaba a cambiar frecuentemente de postura, para comprender que en su organismo se superaba, desde hacía algún tiempo, la absoluta descomposición, sin que fuesen poderosas para detenerla ni la fuerza de sus pocos años ni la estricta observancia de los más sabios preceptos facultativos.
Inclinada la cabeza sobre el pecho, como el cáliz de una flor sobre su tallo, examinaba las páginas lustrosas del volumen que sostenía encima de sus rodillas, extasiándose en unas, doblando rápidamente otras, hasta que al llegar el librero se acercó a hablarle y, con el libro bajo el brazo, desapareció sin saludar.
–¿Quién es ese joven? –pregunté al dueño de la tienda, que, acariciándose la barba, sonrió con cierta malignidad.
–Es un antiguo marchante mío, que usted debe haber visto aquí algunas veces. Yo no lo conozco bien, ni creo que nadie se pueda preciar de conocerlo, pero lo tengo por uno de los hombres más raros, más sombríos y más originales que se pueden encontrar. Todas las mañanas, si el día no se presenta nublado, porque entonces se queda en su casa, temeroso del aire húmedo, que le produce no sé qué enfermedad, lo encontrará recorriendo las librerías. Es un hombre que anda siempre a caza de libros, pero no de los libros que le agradan a todo el mundo, sino de ciertos libros que sólo le he visto comprar a él. Cada semana me trae una lista de obras que pide al extranjero, por conducto de la casa, los cuales me dejan siempre lleno de estupefacción. Todas tienen unos títulos muy raros, como Campanas en la noche, de un tal Retté, o la Imitación de Nuestra Señora la Luna, de cierto Jules Laforgue, que, según me dijo, había sido lector de la Emperatriz Augusta. No siempre viene lo que encarga porque el corresponsal me escribe que casi todo está agotado, pero entonces, sin que sepa yo de qué medios se vale él, las llega a conseguir.
–¿Y qué libro ha comprado hoy?
–Una especie de historia de los martirios que se imponen a los misioneros católicos en las comarcas salvajes. En su biblioteca hay muchas obras de esa índole. Todo cuanto se publica sobre esas materias lo manda de seguida a hacer. Yo le aseguro que no hay otro ente, en el mundo entero que se le parezca. Le gusta todo lo deforme, lo monstruoso, lo sangriento, lo torturado, lo que le hace sufrir. Es un hombre que se martiriza para conjurar el spleen. ¿No ha notado usted que muchas veces se introduce la mano por lo alto del pantalón y que a los pocos momentos empieza a hacer contorsiones al andar? Pues es porque lleva un cilicio a la cintura y cada vez que se le afloja se lo ciñe a la piel. Además usa siempre un perfume muy extraño, un perfume de templo, a la vez que de lupanar, un perfume que se respira en su casa por todas partes.
–¿Ha estado usted en ella alguna vez?
–Sí, una vez estuve, pero no pienso volver más.
–¿Le pasó a usted algo malo?
–No me pasó nada, pero me quedé más de una semana sin dormir. Imagínese que ese hombre vive en un barrio lejano, casi fuera de le población, por el que no se encuentran más que tipos enfermos, siniestros y espectrales. Vista por fuera, su casa no tiene nada de extraño, como no sea su estado ruinoso, capaz de amedrentar al que se pasee por debajo de sus balcones. Pero desde que traspasa el umbral, donde se encuentra un viejo paralítico, con unos espejuelos verdes y una barba blanca, que le cubre todo el pecho, se experimenta cierta opresión, cierto temor a algo inexplicable, cierto malestar análogo al que nos produciría la entrada en un panteón. Uno siente el deseo de alejarse, de echar a correr, como al abrir los ojos después de una noche de pesadilla, pero al mismo tiempo se encuentra uno dominado por una fuerza misteriosa que le paraliza la acción. Hay mañanas que al verlo llegar me ataca el deseo de interrogarle acerca de su modo de vivir, pero es tan frío, tan silencioso, tan despreciativo, que nunca me atrevo a satisfacer mi curiosidad.
–Pero, por fin, ¿qué vio usted en aquella casa?
–Después que el portero, por medio de un niño, rubio como un ángel y hermoso como un efebo, anunció mi visita, se me ordenó subir al piso superior. Yo fui introducido en un gabinete severamente amueblado, pero donde nada me hería por su extrañeza. Empezaba a atribuir mi sensación de malestar a aquel perfume de que le he hablado a usted al principio. Lo único que me inquietaba era que el hombre tardaba en salir. Libre ya por completo de preocupaciones, comencé a escuchar, en el silencio de la pieza, una especie de chasquido acompañado de sollozos, como si se azotase a alguno en la casa, pero alguno que se encontraba imposibilitado para exhalar su dolor. Al mismo tiempo, el perfume se hacía más intenso, como también me parecía que una bocanada de humo se escapaba por la cerradura de la puerta inmediata. Ya me disponía a bajar cuando vi deslizarse por una galería contigua a une hermana de la Caridad ajustándose la toca, que llevaba en la mano derecha un nimbo de oro y bajo el mismo brazo un manto de Dolorosa, todo de terciopelo negro, cuajado de estrellas. Detrás de ésta apareció otra hermana, pálida y sofocada, que doblaba una túnica de merino azul, de esas que envuelven los cuerpos de las Magdalenas en las antiguas pinturas italianas. Y por último, después de las dos, surgió a mi vista la parte superior de una cruz de madera negra de tamaño colosal que un mestizo lívido con traje de sayón cargaba sobre sus hombros agobiados.
–¿Estarían representando alguna escena de la Pasión?
–No lo sé; pero ya tenía el sombrero en la mano cuando vi que aquel hombre, pálido hasta la transparencia y delgado hasta lo cadavérico, me hacía señas, a través de una nube de humo, desde la pieza inmediata, de que podía pasar.
Yo había ido a llevarle unos libros que me había encargado y que llegaron en uno de esos períodos en que se solía eclipsar. Mientras se entretenía en examinarlos, me puse a observar con bastante detenimiento todo lo que se encontraba a mi alrededor. Estábamos en una pieza vasta, casi cuadrada, cubierta por una alfombra roja, de un rojo quemado, floreada de mandrágoras, de euforbios, de eléboros y todo género de plantas letales. Una red inmensa, tramada de hilos de seda, cubría las vigas del lecho, mostrando en el centro, a manera de roseta, un quitasol japonés, de fondo plateado, donde se abrían flores monstruosas, quiméricas, extravagantes y amenazadoras. En cada uno de los ángulos del techo se destacaba la silueta de un animal bordada en relieve sobre los hilos de la red, pero trabajada con arte, que yo sentía acrecentarse mi malestar. En el uno se veía un murciélago, abiertas las alas de terciopelo gris, próxima ya a agitarse sobre nuestras cabezas; en el otro un cocodrilo estiraba su cuerpo de un verde metálico, como dispuesto a abalanzarse sobre la presa olfateada; en éste, una serpiente desenroscaba sus anillos, erectando su lengua húmeda de baba; en aquél un dragón de fauces abiertas deshacía con su garra el cuerpo de un faisán. Entre los intersticios se destacaban otros animales pequeños, como lagartos, erizos y escorpiones, que parecían disecados, más bien que construidos por medios artificiales. La mesa en que escribía, toda de ébano, con incrustaciones de marfil, estaba cubierta de objetos adecuados, pero todos representaban desde el tintero hasta la espátula, instrumentos de tortura. Junto a un lapicero, se veía un brazalete de oro, cubierto de esmalte negro, ensangrentado de rubíes, que parecía haberse desceñido de un brazo en aquellos momentos. Arañas velludas trepaban por las cortinas de encajes que ondeaban detrás de los balcones, por cuya vidriera de color de topacio se filtraba una luz de cirio, una luz fúnebre que melancolizaba la atmósfera de la habitación.
Los cuadros que colgaban de la pared entapizada de un papel verde oscuro, rameado de hojas de otoño, también representaban escenas de tortura, escenas de sangre, escenas de crueldad, escenas de desolación.
Terminada su narración, el viejo librero, enjugándose la frente, emperlada de sudor, se fue a colocar detrás de la carpeta, atestada de libros, periódicos y cartas.
Y sin decir una palabra estreché su mano, cogí mi sombrero y me refugié en mi soledad, donde he pensado mucho y dónde pienso todavía en aquel extraño joven que, para conjurar su spleen, ha hecho del sufrimiento una voluptuosidad.

viernes, 3 de abril de 2015

Poema de viernes (a través de Mª Pilar Couceiro)

Para este viernes festivo Piluka nos invita a disfrutar uno de sus poemas, en el que reflexiona sobre el paso del tiempo...



Y aquí estamos, perdidos en el tiempo,
frente al Tiempo seguro de los dioses
instalado en el mito,
en esa lejanía ya imposible
de rozar con las puntas de los dedos.

Y cada nuevo día se nos está escapando,
como una primavera
envuelta con los visos dorados de la muerte
que nos evade el lapso de las horas,
de lo apenas vivido.

Ya no es la nostalgia de ese ayer tan cercano,
ni siquiera es futuro,
un devenir absurdo, indiferente,
para estas proyecciones del deseo,
instante desviado de nuestros propios sueños,
el momento anterior a la vigilia, el que palpita
como en un fogonazo de conciencia,
de vislumbre imparable de otras vidas.

Y ¿dónde aquellas nieves?

Sólo queda ese momento azul de duermevela,
un instante sagrado, una vigilia,
Grial de la verdad entrelazada
en los sagaces hilos de la ficción nocturna.


María del Pilar Couceiro


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